Si
un movimiento revolucionario -de protesta, antisistema, con causa más o
menos clara- es sometido a autocrítica continua, a un cuestionamiento
de sus propósitos y a la forma en cómo la acción es gestionada, puede
ver en peligro su permanencia y, con ello, la esperanza de que lo que
defiende pueda llegar a tener éxito. Por eso, un movimiento, para que
prospere y perdure, necesita tanto de un liderazgo definido como de una
ovejización abundante y sacrificada. Lo que es curioso es que un
movimiento revolucionario suele surgir como consecuencia de la opresión
por parte de una minoría sobre una mayoría ovejizada, que es como decir
que, tarde o temprano, volveremos a repetir la historia. Sin embargo, en
la situación actual se una excepcionalidad: como no hay un liderazgo
claro, tampoco hay una ovejización clara. Es posible, pues, que cada
oveja deba convertirse en pastora de sí misma, lo cual daría lugar a un
proceso revolucionario muy dinámico pero sin una dirección clara.
La cultura del precariado puede ser el caldo de cultivo de todo ello:
que cada oveja se las ingenie como buenamente pueda para subsistir, ya
que el liderazgo parece tan ausente, perdido y amorfo como el rebaño.
También, y hay que decirlo, las ovejas, acostumbradas a tomar dirección
con un pastor que les daba seguridad, pueden acabar , ¡ay!, con algún
trastorno. ¿Se acuerdan del mal de las vacas locas? Pues aquí se está
gestando el mal de las ovejas locas. El recrudecimiento de las
enfermedades derivadas de la fragilidad mental y emocional es un hecho
que clama al cielo. Es posible que la revolución no hecha se somatice
hasta hacer que lo que podría ser una dirección clara, convertida en
difusa por mor de la situación, acabe derivando en algo peligroso para
la salud del sistema. Y será así que veremos ovejas balando en
direcciones diferentes y contradictorias; o, incluso, perros pastores
empujándolas no sabiendo bien hacia qué redil.
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