Acudo a ver Spotlight, una estimable película que narra cómo un grupo de periodistas destapa una larga serie de casos de pederastia en el seno de la Iglesia Católica de Estados Unidos. Sin embargo, no trata tanto de los abusos que unas personas con poder cometen sobre otras que no lo tienen, sino sobre cómo es posible que todo un sistema, incluyendo los mismos medios de comunicación que ahora denuncian, hayan estado mirando hacia otro lado mientras ello se sabía que estaba ocurriendo. Es decir, la película propone un debate consistente en que el sistema tienda a señalar a culpables concretos, acaso como forma de tapar que el asunto es sistémico. De hecho, la película gravita toda ella sobre este debate. A partir de un cierto momento, en la trama sistémica de corrupción que la película describe, se percibe que los mismos periodistas que ahora claman y denuncian se reconocen ahora como cómplices de la corrupción que en el pasado tuvo lugar.
De ello deduzco, ato cabos y lo llevo a otro contexto. El sistema en que vivimos es corrupto de raíz. Como ello no tiene solución posible -o no se quiere que se tenga-, el propio sistema propone que sean unas determinadas personas las que encarnen los pecados a la vista de todos. Por ejemplo, los políticos, que son expuestos ante el foso de los cocodrilos, dando de comer al pan y circo mediático.
Entiendo que el
sistema ha convenido que los únicos corruptos deben estar adscritos a
la esfera de la política, acaso para dejar a salvo de escrutinio al resto de los poderes fácticos de la sociedad. Ello quiere decir que son los únicos
candidatos posibles a ser lanzados al foso de los cocodrilos. Sin
embargo, la maraña de intereses que
ligan a los partidos políticos con el mundo de las finanzas, de las
empresas y de los medios de comunicación es tal que habría que entender
que la corrupción política es pecata minuta, un simple tentáculo del gran pulpo que es el sistema.
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