Frecuentemente hablamos de la autoestima
como sinónimo del aprecio con que uno percibe su Yo. Sin embargo, el Yo, que
forma parte de la vida junto con otros Yoes, no puede conferirse valor a sí
mismo –y ni tampoco le puede ser dado-, pues él mismo forma parte de un
engranaje mayor que le obnubila y le interfiere hasta perturbar la percepción
de ese valor, si es que realmente tiene alguno. No se puede ser juez y parte.
Así, pues, el valor no se le puede
conferir al Yo desde la voluntad de uno sino que, más bien, ésta es la que
puede percibir ese valor en la vida por la que transitamos, no en ese Yo que
vemos en el lago de Narciso.
Es decir, el valor lo tiene la vida
entera; o, aún más claramente, la porción de esa vida entera que cabe en la
propia biografía: la parte que se ha vivido hasta ahora, la que está en ciernes
en el momento presente y la que será percibida al final del tiempo que nos
corresponde vivir.
Así, pues, el valor no lo tiene el Yo
sino la voluntad de dar valor a las experiencias que dan sentido a esa porción
de vida que nos corresponde encarnar.
Una pregunta muy relacionada con la
asunción de limitaciones, habiendo colocado al Yo en su dimensión justa, y dado
que nuestras posibilidades de vivir la totalidad está condicionada por nuestra
transitoriedad o finitud:
¿Qué nos es dado a comprender y dominar
según esta transitoriedad?
¿Qué nos es impedido a nuestra
comprensión?
Distinguir entre lo que nos es posible y
lo que nos es imposible conlleva estar en condiciones de valorar los límites de
nuestra existencia.
El Yo, que trata de desafiar los límites
de la transitoriedad de los personajes que pretenden ir encarnándolo, quisiera
contenerlo todo, comprenderlo todo, dominarlo todo, ser eterno como Dios. Sin
embargo, si queremos ser felices, a nuestra limitada vida no le deberían interesar
tales cosas.
Confundir las necesidades del Yo con
las necesidades de la propia vida equivale a vivir enfermo.
En el plasma cultural en el que vivimos,
que tanta apología hace de la individualidad, el Yo es dotado del atributo de
la autoestima. Sin embargo, no está ahí para eso. Aún así, el individuo
necesita tener un Yo identificado, pues es lo que le sirve para hacerse responsable
de la centralidad y de las consecuencias de sus actos. Sin embargo, y de aquí
mi objeción, el individuo haría bien en percibir su Yo como un elemento más de
su vida, ni más ni menos que cualquier otro evento autobiográfico, incluyendo
en ello a las personas que nos han dejado marca. Así, pues, la autoestima, más
que focalizarse en el Yo por encima de cualquier otra cosa, debería repartirse
entre todos los elementos que continuamente conforman la autobiografía: desde
los hechos ya vividos, incluyendo a las personas que participaron en ellos,
hasta los sucesos que han de venir.
Así, pues, las pruebas de la autoestima
no deberían estar focalizadas sobre el Yo, sino sobre la valoración y
comprensión de los acontecimientos y personas que han contribuido en que seamos
como somos.
Aquel que sea capaz de amar toda su
biografía, incluyendo a las personas que por ella han pasado y seguirán
pasando, no le resultará necesario rendir culto exclusivo al Yo.
Al dar más importancia al Yo, como
protagonista de la autoestima, nos exponemos a que venga alguien y lo embadurne
para tratar de vendernos lo que ya es nuestro. El Narciso interior es muy
peligroso.
Siendo intangibles el Yo, el alma y el
espíritu, pues nadie ha podido demostrar su existencia, resulta fácil caer en
las trampas sutiles que nos tienden. Trampas intangibles para elementos
intangibles. Lo único tangible son los hechos y nuestra relación con ellos.
Así, pues, valorar lo que nos sucede es la clave fundamental del asunto, más
allá de si nos resultó agradable o desagradable, favorable o adverso. Valorar
los acontecimientos y las personas con que nuestra autobiografía se ha ido
articulando equivale a mantenerse honesto y claro en la percepción de ese Yo,
tan deseado por mercaderes y vampiros espirituales.
Somos lo que somos en función de lo que hacemos con
lo que nos pasa.
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